Los Caminos Del Mundo by Pio Baroja

Los Caminos Del Mundo by Pio Baroja

autor:Pio Baroja
La lengua: es
Format: mobi
Tags: Novela
publicado: 2011-04-13T22:00:00+00:00


«Mañana por la noche, en el baile de la Embajada Española, se reunirán los suyos. El punto de cita será el tercer balcón a la derecha, entrando en la gran sala. La hora, las doce.

X.»

El aviso me sorprendió. Aquello de que se reunirían los míos había picado mi curiosidad.

Decidido, después de cenar me vestí de etiqueta, tomé un coche y fui a la Embajada.

No recuerdo quién era nuestro embajador por entonces; me figuro que era el duque del Parque, un señor un tanto fatuo y muy entusiasta de las ideas liberales, que en tiempo de la segunda época constitucional gustaba de que no le llamaran duque, sino el ciudadano Cañas, pues éste era su apellido, y que peroró en Madrid, en el club que se llamaba la Cruz de Malta.

No recuerdo bien, como digo, si en esta época era el embajador el duque del Parque o el de San Carlos.

Cuando entré en el gran salón eran las once y media, y el baile comenzaba a animarse. Había muchas máscaras, muchos emigrados españoles y muchas mujeres hermosas.

El espíritu de esta época en París era muy distinto al del Imperio. La megalomanía napoleónica había sucumbido por muerte natural; la gente no quería más que olvidar y divertirse. Tantos años de guerra del reinado de Napoleón habían producido una gran fatiga. Tras el dominio de los militares venía el de los jesuitas y de los abogados de provincia, y se preparaba el de los periodistas.

La aristocracia reaccionaba; las damas del gran mundo intentaban desterrar de las reuniones a las generalas e intendentas del Imperio, y trataban de mezclar las costumbres de la Regencia con el culto del Sagrado Corazón de Jesús.

En esta época todo el mundo intrigaba ferozmente, y los jóvenes ambiciosos esperaban hacer una carrera rápida en un salón o en una sacristía.

Un baile entonces era un lugar de enredos y de maquinaciones; se sentía la necesidad de la Prensa, que no era nada aún, y la gente tenía que contarse muchos secretos y hacer un sinnúmero de cábalas.

Estaba yo solo, en medio de los bailarines, presenciando el espectáculo; la orquesta tocaba un aire de la ópera Jean de Paris, de Boieldieu, cuando una enmascarada se agarró de mi brazo.

—¡Caballero! —me dijo.

—¿Qué quieres, máscara?

—¿Me puede usted dar el brazo un momento?

—Con mucho gusto; pero tendrás que dispensarme, porque tengo una cita.

—¿Conoce usted aquí algún español?

—A varios. Además, yo lo soy. Pero observo, máscara, que no sigues las reglas del Carnaval. En estos días las máscaras hablan de tú.

—¿De manera que es usted español? —preguntó ella sin hacer caso de mi observación.

—Sí. Pero dispénsame ahora; tengo una cita.

Y, soltando el brazo de la máscara, me metí entre la gente, fui al tercer balcón que me habían señalado, y quedé de pie junto a los cristales.

Al poco rato se acercó a mí un joven seco, delgado, vestido a la moda, con una levita larga de color azul, pantalón de nanquín, zapato bajo y media de seda blanca.

Quedé mirando atentamente a aquel joven. Yo le conocía; pero, ¿de dónde?

—Ha sido usted puntual a la cita, señor barón —me dijo.



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